“Zapatero:
el arte de negociar con el infierno”
La historia política contemporánea está plagada de
episodios oscuros donde el azar, la tragedia o la manipulación desembocan en el
ascenso de figuras que, lejos de traer claridad a la vida pública, profundizan
el abismo moral e institucional de sus naciones. Uno de estos casos
paradigmáticos es el de José Luis Rodríguez Zapatero, expresidente del Gobierno
de España, cuyo acceso al poder estuvo ligado, de manera trágica e irrevocable,
a los atentados del 11 de marzo de 2004. Desde entonces, su trayectoria puede
ser vista, bajo una lente crítica, informada y sin ambages, como un continuo
deterioro de la estructura ética del Estado, una estetización de la retórica
pacifista al servicio de regímenes totalitarios, y una peligrosa banalización
del crimen disfrazada de diplomacia.
El 11-M como origen mítico y trauma fundacional
Desde una perspectiva psicosocial, los atentados del
11-M no fueron solo un ataque terrorista: representaron un evento sísmico en el
inconsciente colectivo español. La masacre abrió una herida no resuelta, cuyo
tratamiento fue instrumentalizado con fines electorales. Zapatero, en este
contexto, aparece no como un líder natural surgido del mérito o el consenso,
sino como una figura producto del shock, un beneficiario de la conmoción nacional.
Este ascenso basado en el miedo y la urgencia marcó, desde el inicio, su forma
de ejercer el poder: buscando la validación emocional más que la racionalidad
política.
La psicología del poder traumático explica cómo
ciertos líderes se instalan en la narrativa nacional como
"salvadores", no por sus actos, sino por su posición temporal ante el
caos. Zapatero, como Ulises sin astucia, navega entre ruinas simbólicas no para
reconstruir la polis, sino para afianzarse en ella, convertido en un personaje
trágico, incapaz de renunciar al papel de "conciliador perpetuo",
aunque ello implique pactar con lo monstruoso.
La ideología como máscara: pacifismo
ciego y relativismo moral
A lo largo de su mandato y después de él, Zapatero ha
erigido un discurso basado en la paz, el diálogo y el entendimiento. Pero
cuando se despojan estas palabras de su envoltorio retórico, queda una praxis
política profundamente nihilista: un relativismo ético que no distingue entre
el disidente y el asesino, entre la justicia restaurativa y la impunidad.
El caso de Dahud Hanid Ortiz, asesino de tres
personas en Madrid, es la culminación grotesca de esa deriva moral. Que un
expresidente del Gobierno participe activamente en una negociación
internacional en la que se produce el blanqueamiento de un triple homicida,
travistiéndolo de preso político para facilitar un canje, roza los límites del
surrealismo político. Pero, más allá del escándalo jurídico, este episodio nos
obliga a preguntarnos: ¿qué tipo de psicología guía a un hombre que encuentra
satisfacción personal en una decisión que pone en riesgo directo a un ciudadano
español y viola los principios más básicos del Estado de derecho?
La banalidad del mal (versión
postmoderna)
Hannah Arendt describió la “banalidad del mal” al
analizar el comportamiento de Adolf Eichmann: un burócrata anodino que, sin
odio explícito, participó en los horrores del Holocausto. En el caso de
Zapatero, asistimos a una versión postmoderna de esa banalidad: la del
progresismo que, sin maldad manifiesta, actúa con irresponsabilidad moral
absoluta, escudado en su autoimagen de mediador.
Este fenómeno no solo es político, sino clínico. En
términos psiquiátricos, podría hablarse de un trastorno de personalidad
narcisista de tipo vulnerable: una figura que necesita reafirmar constantemente
su relevancia mediante actos simbólicos de reconciliación, aun si estos generan
daño real. La empatía selectiva, una forma perversa de compasión, permite
justificar lo injustificable, siempre que se pueda presentar como parte de un
“proceso de diálogo”.
España como escenario de un
experimento ideológico
La España de los últimos veinte años ha sido un
laboratorio de ingeniería social. Las políticas de Zapatero introdujeron una
narrativa de ruptura cultural con la Transición y sus consensos, sustituyendo
el sentido histórico por la emoción política. La memoria se convirtió en arma,
la legalidad en obstáculo, y la verdad en construcción discursiva.
Su colaboración con regímenes como el de Nicolás
Maduro, que albergan criminales, persiguen opositores y manipulan la justicia,
no es un accidente sino una consecuencia lógica. La dialéctica zapaterista
encuentra su razón de ser en contextos donde no hay separación de poderes,
donde todo es negociación, y donde la justicia es un adorno intercambiable por
intereses diplomáticos.
El ocaso del estadista y la herencia del vacío
La figura de Zapatero, lejos de la serenidad de un
sabio retirado, se ha convertido en la de un mediador sin causa, un
exlíder obsesionado con su legado, que confunde influencia con utilidad y
relevancia con sentido. Su presencia en escenarios como el canje que libera a
un asesino revela una patología no solo individual, sino colectiva: la
incapacidad de un sistema para sancionar moralmente a quienes traicionan sus
principios más sagrados.
En términos literarios, Zapatero es un personaje
dostoievskiano: cree que el bien está más allá del bien y del mal, que sus
fines justifican sus métodos, y que todo crimen es redimible si se enmarca en
un relato superior. Pero al igual que en las novelas del autor ruso, estos
personajes acaban destruidos por la propia lógica de sus actos, dejando tras de
sí un país más confundido, más dividido, más inseguro.
La gran tragedia no es solo que un asesino haya sido
liberado: es que quienes deberían representar la justicia y la memoria sean hoy
cómplices de su disolución. Y que, en nombre de la paz, se esté
institucionalizando la impunidad como forma de gobierno.