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martes, 12 de agosto de 2025

Con la filosofía se destripa la “xenofobia”...Ritmo del corazón.

 


Con la filosofía se destripa la “xenofobia” (con bisturí y guantes de látex moral)

Hoy me enfundo la toga imaginaria y saco al quirófano la retórica de quienes, desde púlpitos o titulares, proclaman diagnósticos morales como si fueran actas de defunción: "quien siente rechazo hacia tal cultura es xenófobo y, por tanto, indigno de toda piedad". ¡Qué sencillo! Corten, cierren, firmen y enmarquen. Pero antes de alegrarnos con la limpieza del bisturí verbal, conviene mirar el cadáver… quiero decir: los hechos.

Primero: llamar a alguien “xenófobo” es usar un estetoscopio prestado. La palabra tiene peso: acusa prejuicio, hostilidad, exclusión. Es una etiqueta que suena a sentencia. Pero no todas las resistencias sociales son idénticas. Hay diferencias importantes entre el odio irracional (ese que contrae el rostro y estruja el impulso de convivencia) y la prevención cultural razonada, alimentada por memoria histórica, por experiencias personales de agravio o por el legítimo deseo de preservar prácticas comunitarias. Reducción inmediata: problema sociopolítico convertido en anatema personal. Fácil, cómodo, espectacular.

Segundo: la clínica mental y la gramática pública no son primas hermanas. En el laboratorio psicolingüístico, una fobia es un cuadro con criterios: ansiedad desproporcionada, evitación persistente, deterioro funcional. En la plaza pública, el sufijo “-fobia” se ha vuelto arma retórica; sirve para desacreditar interlocutores sin entrar en diálogo. Se confunde, así, la patología con la opinión, el miedo irracional con la prudencia histórica. Y la retórica triunfa: quien etiqueta manda la agenda.

Tercero: la memoria colectiva no es una tabla rasa. Existen lugares donde la historia se siente como un expediente abierto -invasiones, imponencias culturales, heridas transmitidas por generaciones-. Decir a quienes guardan esa historia en la memoria “no podéis protestar, eso es xenofobia” es como reprocharle a un paciente su migraña sin preguntarle por la tensión arterial. Es una medicina sin diagnóstico. ¿Quién gana con la etiqueta rápida? Los que simplifican el conflicto y evitan la incomodidad del encuentro.

Cuarto: la “caja negra” del comportamiento humano sigue cerrada. Observamos reacciones externas: pitos, manifestaciones, robos, abusos, agresiones sexuales, boinas caladas, miradas de recelo. Pero no miramos lo que hay dentro: historias familiares, catástrofes económicas, traumas de barrio, lecturas formativas. El peligro es convertir la caja negra en caja fuerte: sellarla con el sello de la condena y no abrirla jamás. Así, el tejido social se remienda con grapas, no con hilo.

Quinto: la ironía fatal. Quienes pontifican desde la superioridad moral a menudo olvidan que la autoridad no exime de la humildad investigadora. Anunciar que «xenófobo no es cristiano» tiene la ventaja de sonar rotundo; la desventaja de ser un argumento circular: la autoridad define la norma y luego aplica la sanción. En política, eso se llama tomar la palabra para acallar la conversación.

Sexto: la comedia final. Imaginen un consultorio donde el médico, al primer síntoma de disgusto hacia lo diferente, pronuncia el veredicto: “diagnóstico: xenofobia; tratamiento: excomunión social”. No se rían demasiado: es la receta que, por pereza intelectual, han seguido algunos guardianes del buen tono. Curar la sociedad exige diálogo, no rotulaciones instantáneas; exige investigación, no sermones con fecha de caducidad.

Conclusión mordaz: si queremos mejorar la convivencia, cerremos menos cajones y abramos más preguntas. Pongamos la lupa sobre las razones y no solo sobre las etiquetas. Porque el único remedio eficaz contra la polarización es la escucha incómoda -esa que no se conforma con el titular moral-. Y si alguien insiste en que la complejidad es un lujo, ofrézcale, con calma y sorna, un mapa: no para señalar culpables, sino para aprender a moverse juntos sin pisarnos los recuerdos.



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