Con la filosofía se destripa la “xenofobia” (con
bisturí y guantes de látex moral)
Hoy me enfundo la toga
imaginaria y saco al quirófano la retórica de quienes, desde púlpitos o
titulares, proclaman diagnósticos morales como si fueran actas de defunción: "quien siente rechazo hacia tal cultura es xenófobo y, por tanto, indigno de
toda piedad". ¡Qué sencillo! Corten, cierren, firmen y enmarquen. Pero antes de
alegrarnos con la limpieza del bisturí verbal, conviene mirar el cadáver…
quiero decir: los hechos.
Primero:
llamar a alguien “xenófobo” es usar un estetoscopio prestado. La palabra tiene
peso: acusa prejuicio, hostilidad, exclusión. Es una etiqueta que suena a
sentencia. Pero no todas las resistencias sociales son idénticas. Hay
diferencias importantes entre el odio irracional (ese que contrae el rostro y
estruja el impulso de convivencia) y la prevención cultural razonada,
alimentada por memoria histórica, por experiencias personales de agravio o por
el legítimo deseo de preservar prácticas comunitarias. Reducción inmediata:
problema sociopolítico convertido en anatema personal. Fácil, cómodo,
espectacular.
Segundo:
la clínica mental y la gramática pública no son primas hermanas. En el
laboratorio psicolingüístico, una fobia es un cuadro con criterios: ansiedad
desproporcionada, evitación persistente, deterioro funcional. En la plaza
pública, el sufijo “-fobia” se ha vuelto arma retórica; sirve para desacreditar
interlocutores sin entrar en diálogo. Se confunde, así, la patología con la
opinión, el miedo irracional con la prudencia histórica. Y la retórica triunfa:
quien etiqueta manda la agenda.
Tercero:
la memoria colectiva no es una tabla rasa. Existen lugares donde la historia se
siente como un expediente abierto -invasiones, imponencias culturales, heridas
transmitidas por generaciones-. Decir a quienes guardan esa historia en la
memoria “no podéis protestar, eso es xenofobia” es como reprocharle a un
paciente su migraña sin preguntarle por la tensión arterial. Es una medicina
sin diagnóstico. ¿Quién gana con la etiqueta rápida? Los que simplifican el
conflicto y evitan la incomodidad del encuentro.
Cuarto:
la “caja negra” del comportamiento humano sigue cerrada. Observamos reacciones
externas: pitos, manifestaciones, robos, abusos, agresiones sexuales, boinas
caladas, miradas de recelo. Pero no miramos lo que hay dentro: historias
familiares, catástrofes económicas, traumas de barrio, lecturas formativas. El
peligro es convertir la caja negra en caja fuerte: sellarla con el sello de la
condena y no abrirla jamás. Así, el tejido social se remienda con grapas, no
con hilo.
Quinto:
la ironía fatal. Quienes pontifican desde la superioridad moral a menudo
olvidan que la autoridad no exime de la humildad investigadora. Anunciar que
«xenófobo no es cristiano» tiene la ventaja de sonar rotundo; la desventaja de
ser un argumento circular: la autoridad define la norma y luego aplica la
sanción. En política, eso se llama tomar la palabra para acallar la
conversación.
Sexto:
la comedia final. Imaginen un consultorio donde el médico, al primer síntoma de
disgusto hacia lo diferente, pronuncia el veredicto: “diagnóstico: xenofobia;
tratamiento: excomunión social”. No se rían demasiado: es la receta
que, por pereza intelectual, han seguido algunos guardianes del buen tono.
Curar la sociedad exige diálogo, no rotulaciones instantáneas; exige
investigación, no sermones con fecha de caducidad.
Conclusión
mordaz: si queremos mejorar la convivencia, cerremos menos
cajones y abramos más preguntas. Pongamos la lupa sobre las razones y no solo
sobre las etiquetas. Porque el único remedio eficaz contra la polarización es
la escucha incómoda -esa que no se conforma con el titular moral-. Y si alguien
insiste en que la complejidad es un lujo, ofrézcale, con calma y sorna, un
mapa: no para señalar culpables, sino para aprender a moverse juntos sin
pisarnos los recuerdos.
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