Epístola filosófica
Hoy me permito escribir
sin ambages: las afirmaciones que fabrican identidades a partir de un solo
rasgo -“eres xenófobo, luego eres menos humano”- merecen ser interrogadas. No
por fastidio académico, sino por responsabilidad social. Voy a desmenuzar, con
método paciente, las tres operaciones lógicas y retóricas que con frecuencia
aparecen en estos juicios, y a proponer vías para sustituir la condena por la
investigación reflexiva.
Operación primera -
Nombrar para cerrar.
Cuando una autoridad
nombra una actitud como “xenofobia” y la declara incompatible con una identidad
moral (ser cristiano, ser europeo, ser culto), lo que hace es sustituir la
evidencia por la sanción. Nombrar no equivale a explicar. El riesgo es que el
nombre funcione como verbo ejecutivo: decide, sin mostrar el expediente. Ese
gesto evita la labor ardua de escuchar historias, de verificar datos y de
distinguir entre odio y temor arraigado. La pregunta básica que falta es: ¿qué
hechos concretos fundamentan la etiqueta?
Operación segunda —
Confluir la ética con la retórica.
Hay un terreno legítimo
para la condena moral: el daño deliberado, la incitación, la violencia. Pero
convertir todo rechazo cultural en un vicio moral simplifica la ética hasta
volverla ritual. La ética exige discernimiento, graduación y proporcionalidad.
Condenar sin matices produce una doble injusticia: la del supuesto agresor
(etiquetado) y la de los que realmente sufren agresiones (sus voces diluidas
por el ruido moral).
Operación
tercera — La caja negra personal y la caja negra colectiva.
En psicología, hablar
de caja negra es admitir que sólo observamos entradas y salidas del sistema sin
conocer su mecanismo interno. En la vida social ocurre igual: observamos
comportamientos y aplicamos diagnósticos, ignorando memorias, experiencias y
narrativas. Hay que desempolvar esas cajas negras: entrevistas, historias
orales, trabajo comunitario. La única manera de convertir etiquetas en
comprensiones es abrir esos compartimentos, con respeto y metodología.
Propuestas para un debate menos traumático:
A) Escucha clínica y
pública: instaurar espacios donde las quejas y
miedos se recojan sistemáticamente, con moderación profesional y sin que la
primera palabra sirva de sentencia. La escucha no es neutral; es técnica. Saber
preguntar cambia la respuesta.
B) Desmedicalizar la
acusación retórica: distinguir claramente entre fobia
clínica, prejuicio social y prudencia cultural. No todo “no me gusta” es
enfermedad; no todo “me preocupa” es intolerancia. El lenguaje público debería
recuperar la precisión.
C) Verificación.
Cuando una figura moral pronuncia un diagnóstico social, pedir evidencias
concretas no es frivolidad: es democracia. Datos, ejemplos verificables, testimonios
contrastados. Las palabras de autoridad requieren prueba.
D) Memoria compartida.
Reconocer heridas históricas no es legitimar agresiones presentes, pero sí
contextualizarlas. Crear archivos vivos de memoria local ayuda a comprender por
qué determinadas comunidades reaccionan con desconfianza.
E) Educación retórica.
Enseñar a la ciudadanía a distinguir recursos persuasivos: el argumento, la
apelación moral y la etiqueta acusatoria. No son lo mismo y no deben mezclarse
sin avisar.
Cierre reflexivo:
No pretendo aquí absolver ni condenar a grupos
enteros. Pretendo, en cambio, rescatar la urgencia del pensamiento crítico
frente a la prisa moral, que ha tenido el arzobispo de Tarragona Joan Planellas. Rotular puede consolar a quien manda el discurso, pero
no cura el tejido social. La verdadera valentía pública es permanecer incómodo
en la ambigüedad suficiente como para preguntar, reparar y convivir. La
sabiduría práctica -esa que no se exhibe en sermones- consiste en saber que los
grandes remedios empiezan por escuchar las pequeñas historias.
Con ironía y esperanza, desde la humilde
filosofía
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