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martes, 12 de agosto de 2025

Epístola filosófica...amor del camino

 


Epístola filosófica

Hoy me permito escribir sin ambages: las afirmaciones que fabrican identidades a partir de un solo rasgo -“eres xenófobo, luego eres menos humano”- merecen ser interrogadas. No por fastidio académico, sino por responsabilidad social. Voy a desmenuzar, con método paciente, las tres operaciones lógicas y retóricas que con frecuencia aparecen en estos juicios, y a proponer vías para sustituir la condena por la investigación reflexiva.

Operación primera - Nombrar para cerrar.

Cuando una autoridad nombra una actitud como “xenofobia” y la declara incompatible con una identidad moral (ser cristiano, ser europeo, ser culto), lo que hace es sustituir la evidencia por la sanción. Nombrar no equivale a explicar. El riesgo es que el nombre funcione como verbo ejecutivo: decide, sin mostrar el expediente. Ese gesto evita la labor ardua de escuchar historias, de verificar datos y de distinguir entre odio y temor arraigado. La pregunta básica que falta es: ¿qué hechos concretos fundamentan la etiqueta?

Operación segunda — Confluir la ética con la retórica.

Hay un terreno legítimo para la condena moral: el daño deliberado, la incitación, la violencia. Pero convertir todo rechazo cultural en un vicio moral simplifica la ética hasta volverla ritual. La ética exige discernimiento, graduación y proporcionalidad. Condenar sin matices produce una doble injusticia: la del supuesto agresor (etiquetado) y la de los que realmente sufren agresiones (sus voces diluidas por el ruido moral).

Operación tercera — La caja negra personal y la caja negra colectiva.

En psicología, hablar de caja negra es admitir que sólo observamos entradas y salidas del sistema sin conocer su mecanismo interno. En la vida social ocurre igual: observamos comportamientos y aplicamos diagnósticos, ignorando memorias, experiencias y narrativas. Hay que desempolvar esas cajas negras: entrevistas, historias orales, trabajo comunitario. La única manera de convertir etiquetas en comprensiones es abrir esos compartimentos, con respeto y metodología.

Propuestas para un debate menos traumático:

A) Escucha clínica y pública: instaurar espacios donde las quejas y miedos se recojan sistemáticamente, con moderación profesional y sin que la primera palabra sirva de sentencia. La escucha no es neutral; es técnica. Saber preguntar cambia la respuesta.

B) Desmedicalizar la acusación retórica: distinguir claramente entre fobia clínica, prejuicio social y prudencia cultural. No todo “no me gusta” es enfermedad; no todo “me preocupa” es intolerancia. El lenguaje público debería recuperar la precisión.

C) Verificación. Cuando una figura moral pronuncia un diagnóstico social, pedir evidencias concretas no es frivolidad: es democracia. Datos, ejemplos verificables, testimonios contrastados. Las palabras de autoridad requieren prueba.

D) Memoria compartida. Reconocer heridas históricas no es legitimar agresiones presentes, pero sí contextualizarlas. Crear archivos vivos de memoria local ayuda a comprender por qué determinadas comunidades reaccionan con desconfianza.

E) Educación retórica. Enseñar a la ciudadanía a distinguir recursos persuasivos: el argumento, la apelación moral y la etiqueta acusatoria. No son lo mismo y no deben mezclarse sin avisar.

Cierre reflexivo:

No pretendo aquí absolver ni condenar a grupos enteros. Pretendo, en cambio, rescatar la urgencia del pensamiento crítico frente a la prisa moral, que ha tenido el arzobispo de Tarragona Joan Planellas. Rotular puede consolar a quien manda el discurso, pero no cura el tejido social. La verdadera valentía pública es permanecer incómodo en la ambigüedad suficiente como para preguntar, reparar y convivir. La sabiduría práctica -esa que no se exhibe en sermones- consiste en saber que los grandes remedios empiezan por escuchar las pequeñas historias.

Con ironía y esperanza, desde la humilde filosofía

 


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