Garantías que matan: la normalización de la guerra en nombre de la diplomacia
La declaración
colectiva de veintiséis Estados dispuestos a desplegar fuerzas en Ucrania, presentada
bajo eufemismos como “garantías” o “fuerza de refuerzo”, constituye un momento
político decisivo cuya gravedad no admite circunloquios. Este ensayo examina,
desde la economía política, la teoría de la seguridad y la ética democrática,
por qué esa decisión reproduce mecanismos de externalización del riesgo,
erosiona prerrogativas del contrato social y abre un sendero de peligros
estratégicos que Europa debe rehusar como política habitual. Se elogia la
prudencia italiana como ejemplo de coherencia entre responsabilidad nacional y
solidaridad internacional.
Eufemismos que producen realidad
En política, las
palabras no son máscaras neutras: modelan expectativas y configuran
comportamientos. Hablar de “garantías” o de “fuerza de reaseguro” no es lo
mismo que invocar la palabra directa y áspera: guerra. Pero el lenguaje
diplomático, lejos de ser mera estética, funciona como tecnología política que
legitima acciones y diluye responsabilidades. Que veintiséis dirigentes se
comprometan a "estar dispuestos" a desplegar fuerzas fuera de Europa
no es una declaración inocua: es una semilla de normalización. Y las semillas,
sembradas por las élites, florecen pronto en políticas públicas con costos
reales, humanos, fiscales y geopolíticos, que pagan las sociedades.
Economía política del riesgo: ¿Quién asume
la factura?
Toda política de
seguridad exterior que implique fuerzas armadas es, en esencia, una decisión
redistributiva entre generaciones y clases: traslada recursos (y vidas) desde
el territorio doméstico a teatros lejanos. Desde la óptica de la economía
política, la cuestión central no es meramente técnica (¿Cuánto costará?) sino
distributiva y democrática: ¿Quién decide, quién paga y quién soporta el
riesgo?
Las élites ejecutivas,
en connivencia con diplomacias especializadas, disponen de mayor apelación al
monopolio de la información estratégica. Esa asimetría facilita la
externalización del riesgo: se comprometen vidas y presupuesto sin un debate
público cuya profundidad y alcance sean comparables a la magnitud de la
decisión. El resultado es doblemente injusto: las generaciones presentes y futuras
absorben costes (reparaciones, atención a veteranos, redirección del gasto
social) mientras que la legitimidad política de la medida queda débilmente
sustentada.
Seguridad y escalada: la lógica perversa del
despliegue
No existe una fuerza
“inocente” en un entorno de conflicto; cualquier despliegue extranjero
introduce dinamismo y fricción en una situación ya volátil. La afirmación
política, frecuente en comunicados, de que no se pretende “librar guerra a
tercera parte” entra en colisión con una realidad más tozuda: la presencia
militar extranjera en zonas de conflicto funciona como catalizador de
reacciones, malentendidos y ajustes adversos. Los antecedentes históricos
abundan en ejemplos donde fuerzas de “contingente” o “reaseguro” se vieron
involucradas en incidentes que escalaron.
La lógica de la
escalada es simple y cruel: percepciones mutuas de amenaza, alimentadas por
despliegues, ejercicios y retóricas, generan respuestas que se interpretan como
preparación para ataque, lo que provoca nuevas medidas defensivas en cascada.
Quienes ofrecen la “garantía” no pueden, por más que lo proclamen, controlar la
interpretación que terceros hacen de su presencia.
Incentivos internacionales: alineamientos,
presiones y autonomía perdida
Política internacional
y economía de la seguridad se entrelazan en los incentivos que configuran las
decisiones estatales. La presión entre aliados para “asumir más” o la
expectativa de mantener buenos alineamientos externos puede empujar a gobiernos
a adoptar posturas que no nacen de un cálculo autónomo de interés nacional,
sino del deseo de preservar coaliciones o influencias. En tal escenario, la
autonomía estratégica europea corre el riesgo de transformarse en mera
delegación de responsabilidades y en un juego de espejos donde nadie admite ser
el principal beneficiario o el principal pagador.
Ese fenómeno, hacer
algo por necesidad de imagen o por presión externa, es especialmente pernicioso
porque lo que se decide con urgencia es, precisamente, lo que exige reflexión
pausada: criterios claros de entrada y salida, mandatos legales, y evaluación
de costes.
Costes económicos y sociales: la dimensión
doméstica del exterior
El despliegue y
mantenimiento de fuerzas en el extranjero no es un gasto técnico sino una
elección que compite directamente con necesidades sociales: educación, salud,
infraestructuras, políticas climáticas. Además, la militarización parcial de la
política exterior entraña efectos colaterales sobre el comercio, las cadenas
energéticas y la inversión, factores que inciden sobre el bienestar agregado.
Sin un análisis
costo-beneficio público, transparente y sujeto a escrutinio independiente, la
decisión adquiere la forma de un acto administrativo tecnocrático que elude la
deliberación democrática. No puede aceptarse que el uso de recursos escasos se
realice en la penumbra de gabinetes, cuando las consecuencias afectan a la
totalidad del cuerpo social.
Legalidad y precedentes: frontera entre
derecho y capricho
Toda intervención que
implique fuerzas armadas necesita un andamiaje jurídico robusto: mandato claro,
límites temporales, supervisión parlamentaria y responsabilidad judicial. La
creación de coaliciones ad hoc, sostenida por fórmulas retóricas, corre el
peligro de erigir precedentes jurídicos peligrosos: mañana, cualquier crisis
lejana podría transformarse en una autorización tácita para enviar vidas y
recursos sin el rigor del mandato democrático.
La fragilidad
institucional se convierte así en un factor de inestabilidad normativa: la
normalización del recurso militar como herramienta de política exterior amplía
la esfera de lo posible sin pararnos a preguntar si debe serlo.
Italia: prudencia, coherencia y moderación
estratégica
En este horizonte, la
posición italiana, rechazo a desplegar tropas directas combinado con medidas de
apoyo no combativas, se presenta como una actitud de prudencia gubernamental
que conviene elogiar por su coherencia con el deber fundamental del Estado:
proteger a su población. La prudencia italiana cumple al menos tres funciones
valiosas: (1) preserva la deliberación democrática evitando decisiones
precipitadas; (2) mantiene abierta la puerta a formas de solidaridad no escalatorias
(ayuda humanitaria, sanciones, apoyo logístico y formación fuera del teatro de
operaciones); (3) introduce pluralidad estratégica en un espacio político
demasiado proclive a la homogeneidad acrítica.
Elogiar la prudencia no
equivale a abjurar de la solidaridad: es, por el contrario, proponer una
solidaridad responsable, que no se disfraza de heroísmo improvisado ni
convierte a las naciones europeas en instrumentos sacrificables de disputas
entre potencias.
Recomendaciones políticas: restaurar la
primacía democrática
Las decisiones sobre el uso de la fuerza deben
volver a su lugar natural: el escrutinio público y parlamentario. Propongo, sin
retórica, cuatro medidas mínimas:
1. Debate
parlamentario obligatorio y vinculante para cualquier compromiso de fuerzas
fuera del territorio nacional.
2. Evaluación
costo-beneficio independiente y pública, con revisión por pares, antes de
autorizar despliegues.
3. Preferencia
por medidas no militares o no escalatorias (sanciones coordinadas, asistencia
económica, fortalecimiento defensivo no invasivo).
4. Mandatos
claros y supervisión supranacional, que limiten temporalmente cualquier misión
y garanticen mecanismos de rendición de cuentas.
Epílogo: la responsabilidad de las élites
El mayor pecado
político sería que la retórica humanitaria se convierta en pantalla para
decisiones que trasladan riesgos esenciales a ciudadanos no consultados. La
legitimidad de la política de seguridad se mide por su coherencia con la
protección del bienestar colectivo. Si Europa aspira a ser un actor moral y
prudente, primero debe consultar, auditar y justificar ante sus pueblos las
decisiones que, en su nombre, pueden costar vidas.
La verdadera valentía
política consiste en negarse a normalizar la guerra con eufemismos. Italia, al
apostar por la cautela, ofrece hoy un ejemplo necesario: la prudencia no es
pasividad, sino la forma más honorable de la responsabilidad pública. Europa
necesita, urgentemente, más prudencia y más democracia; menos teatralidad
diplomática y más claridad sobre quién paga y quién vive con las consecuencias.
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