Teología
frente a Ideología en la era del “Delito de odio”
La civilización
occidental, edificada sobre los cimientos del pensamiento grecolatino y la
revelación judeocristiana, atraviesa en la actualidad un proceso de mutación
cultural en el que los valores de referencia ya no son el Logos ni la verdad
objetiva, sino la hegemonía de un relativismo militante. El caso del sacerdote
Custodio Ballester, llevado a juicio en Málaga acusado de un presunto “delito
de odio” por sus declaraciones sobre el islam, se erige como paradigma de este
conflicto entre teología y la ideología de una sociedad civil “woke”. El
problema no reside tanto en la literalidad de sus palabras, cuanto en el uso
selectivo de la categoría penal como arma de censura.
El
“delito de odio” como categoría ideológica
El Derecho penal, en su
raíz clásica, debe proteger bienes jurídicos objetivos: la vida, la integridad,
la libertad. Sin embargo, el “delito de odio” se caracteriza por su elasticidad
conceptual: lo que en principio pretende tutelar a las minorías de agresiones
violentas, en la práctica ha devenido en herramienta de restricción del
discurso. No se castiga ya el acto violento, sino la opinión contraria al dogma
cultural dominante. Tal como denunciaba el propio Ballester, este tipo penal
opera “en una sola dirección”: se aplica contra el discurso cristiano-crítico,
mientras ignora blasfemias o injurias dirigidas a lo católico.
En este sentido, el
“delito de odio” se ha vaciado de neutralidad jurídica y ha adquirido la
naturaleza de un dogma secular, paralelo a los antiguos delitos de herejía. El
inquisidor ya no viste sotana, sino toga fiscal.
Teología
frente a ideología: una confrontación esencial
La teología, en cuanto
discurso sobre Dios desde la razón iluminada por la fe, exige libertad para
discernir los signos de los tiempos. Sin embargo, cuando un Estado poscristiano
intenta imponer un relato ideológico sobre el religioso, se repite el patrón
denunciado por Cristo: “Os entregarán a los tribunales para dar testimonio”
(cf. Mt 10,17).
La llamada cultura
“woke” absolutiza un principio de no-ofensa que se convierte en idolatría. No
se permite criticar las sombras de religiones no cristianas, pero sí se tolera
–cuando no se fomenta– la burla hacia la fe católica. Este doble rasero no es
accidental: responde a la lógica del poder. En una sociedad que ha sustituido
la verdad por la sensibilidad subjetiva, la libertad teológica aparece como
subversiva, pues recuerda la primacía del Absoluto frente al consenso humano.
Perspectiva
canónica y eclesial
Desde el punto de vista
del derecho canónico, el deber del presbítero es anunciar íntegramente el
Evangelio (munus docendi), incluso si ello provoca rechazo social. Callar por
temor a represalias jurídicas supondría claudicar ante un poder temporal que
pretende redefinir los límites del kerigma. En este contexto, el martirio
incruento del descrédito, la judicialización y la amenaza de prisión se
configura como la nueva forma de persecución contra la Iglesia en Occidente.
Conclusión:
hacia una crítica profética
El caso Ballester no
debe analizarse únicamente como un proceso individual, sino como un síntoma del
choque entre dos cosmovisiones:
·Una teológica, que afirma la objetividad
de la verdad revelada, la legitimidad de la crítica racional y la libertad de
conciencia.
·Una ideológica, que busca uniformidad
bajo la etiqueta del respeto aparente, pero que termina siendo una tiranía del
relativismo.
El “delito de odio”,
aplicado de manera asimétrica, se convierte en la negación del derecho natural
a la verdad. La Iglesia, consciente de su misión, no debe replegarse, sino
ejercer su voz profética frente a un poder que, bajo la máscara de la
tolerancia, persigue callar toda disidencia. Tal vez sea oportuno recordar las
palabras de Tertuliano: “Veritas non erubescit nisi sola” (la verdad sólo se
avergüenza de estar oculta).
La
Corona en la ONU: el disfraz solemne de una política hipócrita
El próximo discurso de Felipe VI en la Asamblea
General de Naciones Unidas ha sido presentado como un gesto de solemnidad, un
homenaje al 80.º aniversario de la ONU y al compromiso de España con el
multilateralismo. Pero conviene mirar más allá de la retórica oficial: no es el
Rey quien habla, es el Gobierno quien habla a través del Rey. Y esa operación
simbólica merece una crítica frontal.
La decisión de ceder
al monarca el papel de portavoz no es neutral ni protocolaria. Es un movimiento
calculado de Pedro Sánchez y su Ejecutivo para envolver en la autoridad de la
Corona una política exterior profundamente ideologizada. Lo que en boca del
presidente sería percibido como un discurso parcial, en boca del Rey se
presenta como “altura de Estado”. La Corona se convierte así en una coartada
perfecta para maquillar contradicciones.
Porque
contradicciones hay, y muchas. España se ha volcado en denunciar con
contundencia las acciones de Israel en Gaza, llegando incluso a calificarlas de
“genocidio”. Sin embargo, el Gobierno no ha mostrado la misma claridad al
condenar el 7 de octubre: el ataque de Hamás contra civiles israelíes, con
masacres, violaciones y secuestros, fue terrorismo puro. Ese desequilibrio
moral erosiona la credibilidad española: exigir justicia para unos mientras se silencia
la barbarie cometida por otros no es política de principios, es ideología
disfrazada de ética.
El recurso a la
Corona como altavoz solo agrava el problema. Felipe VI se ve arrastrado a
encarnar un discurso que no es el suyo, sino el de un Gobierno que pretende
legitimar su relato a través de la institución monárquica. Con ello, se daña la
neutralidad que la monarquía debería preservar y se reduce su papel a
instrumento de propaganda progresista. Se confunde Estado con partido y se
contamina un símbolo que debería estar por encima de la refriega política.
En diplomacia, la
percepción es tan importante como los hechos. Y la percepción que proyecta
España, con esta amalgama que forma el gobierno socialista, comunista, junto
con los herederos de ETA, en la más pura manipulación de la verdad y fomentando
todas las ilegalidades, es la de un país que condena con dureza selectiva, que
calla donde debería hablar, como el no reconocimiento del presidente de Venezuela
Edmundo González, que se preocupa en obtener dinero de esa dictadura Venezolana
o bien en controlar la wiki pedía y que ahora se refugia en la solemnidad de la
Corona para dar lustre a una política exterior marcada más por consignas que
por estrategia. El resultado es devastador: España no aparece como mediador
confiable, sino como actor parcial que intenta vestir de neutralidad lo que es
pura militancia.
El 7 de octubre fue
un parteaguas que ningún discurso puede ignorar. Los rehenes siguen en manos de
Hamás, las familias israelíes viven con cicatrices imborrables y el terrorismo
no ha desaparecido. Defender la dignidad del pueblo palestino es legítimo,
necesario y justo. Pero hacerlo sin condenar con la misma fuerza el terror de
Hamás convierte a España en portavoz de una narrativa coja y en cómplice moral,
aunque sea por omisión, de la barbarie.
Cuando la Corona
suba al podio de Naciones Unidas, no escucharemos al Rey, escucharemos al
Gobierno. Y ese es el verdadero escándalo: la institución que debería unir a
todos los españoles es usada como máscara para una política exterior que
divide, debilita y se contradice. No es altura de Estado; es, sencillamente,
hipocresía con corona.
Si la monarquía quiere seguir siendo garante de
algo más que ceremonias, tendría que decir no a su uso como caja de resonancia
de un partido concreto. Si el Gobierno pretende preservar su honor político,
tendrá que dejar de envolver sus decisiones controvertidas en la túnica de la
Corona. Y la sociedad -esa que cada vez confía menos- debería exigir que la
palabra pública recupere consistencia: condena igual para el terror, defensa
igual para la vida humana, y sinceridad para el uso de símbolos.
Esta es la fábula
que proyecta la sombra de lo que muchos llaman “impunidad simbólica”. No afirma culpabilidades penales, ni
adjudica delitos concretos. Lo que cuestiona, con rabia y desgarramiento, es la
moral pública: cómo se fabrica, cómo se vende y cómo termina por devorar la
credibilidad de quienes la profesan.
Silencio
con dignidad: ¿neutralidad o complicidad?
El error irreversible
de legitimar lo inaceptable: sobre por qué la Jefatura del Estado debe
abstenerse de intervenir políticamente si su Gobierno pacta con actores
violentos.
Cuando una institución
cuya existencia se funda en la representación simbólica de la unidad nacional
se ve arrastrada a avalar, aun indirectamente, a actores que la comunidad
internacional considera terroristas, la consecuencia no es sólo dialéctica: es
práctica y existencial. Este ensayo examina con rigor moral y densidad política
el error que supone una intervención pública -en este caso, en la tribuna de la
Asamblea General de Naciones Unidas- que, por asociación o por timing, pueda
entenderse como legitimación de HAMAS. Tomo como marco contextual el dossier
sobre el viaje a Nueva York y la coordinación Moncloa–Casa del Rey que menciona
la crónica política de El debate
1. La legitimidad monárquica y el capital simbólico:
un bien frágil
La Corona no es un
partido; es un bien público intangible cuya eficacia depende de la percepción
de imparcialidad y de la capacidad de convocar. Ese capital simbólico, una vez
contaminado por la percepción de complicidad con actores violentos, se devalúa
de forma inmediata. Ya no actúa como puente: actúa como marca que polariza.
Confundir la tribuna moral con la tribuna política supone transformar la
institución que debe mediar en un actor más del conflicto; es el error de
trocar la linterna del faro por la señal luminosa de un barco de guerra.
2. Distinción imprescindible: legitimidad moral vs.
legitimación política
Denunciar una situación
humanitaria, exigir respeto al Derecho internacional o reclamar corredores
humanitarios es legítimo y, en muchos casos, urgente. Pero existe una línea
clara: la voz estatal que se interpreta como reconocimiento o aval de un grupo
armado no estatal -y especialmente de uno incluido en listados por varios
estados y organizaciones- cruza ese umbral. La retórica humanitaria no puede
servir de velo para la instrumentalización política; hacerlo equivale a
sacrificar la ética del auxilio en el ara del interés estratégico.
3. Si existen indicios de connivencia gubernamental:
el deber de prudencia se convierte en obligación
En contextos en los que
circulan filtraciones, alegaciones o informes que apuntan a vínculos operativos
o políticos entre un Ejecutivo y actores armados, la responsabilidad
institucional exige distancia y exigencia de pruebas, no pronunciamientos que
puedan leerse como respaldo. La Jefatura del Estado, más que juez o acusador,
debe ser garante de la institucionalidad; por ello, si media la sospecha -aunque
sea sólo en forma de filtración-, la intervención pública ha de evitar
cualquier palabra que pueda ser interpretada como reconocimiento político. Las
instituciones democráticas respaldan la presunción de inocencia, pero también
requieren la defensa intrínseca de la integridad institucional: cuando dicha
integridad es cuestionable por la acción de quien gobierna, la abstención es
moral y políticamente aconsejable.
4. Consecuencias prácticas de un aval aparente
·Un discurso interpretado como aval a
HAMAS desencadenaría, de forma casi mecánica, una serie de efectos negativos y
previsibles:
·Deslegitimación internacional: pérdida
de interlocutores dispuestos a confiar, mediar o cooperar con España en
iniciativas multilaterales.
·Aislamiento operativo: restricciones en
cooperación de seguridad e inteligencia, dificultando la protección de
ciudadanos y la lucha contra redes violentas.
·Ruptura del auxilio humanitario:
politización de la ayuda, cierre de corredores, y obstaculización del acceso
neutral de ONG.
·Divide interna: polarización social y
debilitamiento de la cohesión cívica, ya que la ciudadanía percibe a la Corona
como parte del conflicto político en vez de árbitro de unidad.
Cada una de estas
consecuencias no es mera especulación retórica: son efectos previsibles que
derivan de la lógica de la confianza diplomática y de las sanciones
reputacionales con las que operan los sistemas políticos contemporáneos.
5. La falacia del “humanitarismo político” como
coartada
Presentar una
intervención como motivada exclusivamente por razones humanitarias cuando, por
su construcción y contexto, ofrece réditos políticos a quien pacta con actores
violentos, es una falacia instrumental. La dignidad de las víctimas no admite
que su recuerdo sirva para blanquear complicidades. La justicia de los
inocentes se corrompe cuando sus nombres son usados para legitimar a los
culpables.
6. La dimensión ética: traición a la función
representativa
Si el Gobierno -por
cálculos de corto plazo, alianzas tácticas o deseos de influencia- maniobra con
actores que emplean la violencia contra civiles, y la Jefatura del Estado
presta su tribuna sin cautela, se configura una doble traición: a la dignidad
de las víctimas y a la propia institución que debía preservarse por encima de
la contingencia política. Esa doble traición erosiona la noción misma de
representación nacional.
7. A modo de conclusión crítica (sin paternalismos):
la abstención es argumento
No se trata de pedir
condescendencia hacia el Ejecutivo; se trata de exigir firmeza institucional.
La abstención deliberada de la Jefatura del Estado, ante la posibilidad de que
su voz legitime una organización violenta o blanquee una política de pactos con
actores armados, no es señal de debilidad: es una forma contundente de protesta
institucional. Dicho de otro modo: callar en el momento oportuno puede ser más
categórico que pronunciarse con ambigüedad. La abstención, cuando se funda en
la defensa de la legalidad, de la integridad institucional y del imperativo
ético, es un réquiem para la confusión y una llamada a la responsabilidad
política.
Epílogo metafórico
Si deseamos que la
república de la opinión pública mantenga puentes en vez de murallas
incendiadas, conviene que la figura que ostenta la representación de todos
actúe como arca de salvación y no como estandarte de partido. Un rey que sube a
la tribuna para bendecir, aunque sea por omisión o por cálculo, a quien mata y
secuestra a civiles habrá cambiado el signo de la corona por el signo de la
complicidad. Y una vez impresa esa tinta en la historia, la limpieza no es sólo
institucional: es moral y, con frecuencia, irreparable.
"De
la Hégira al Siglo XXI: Continuidades de la Instrumentalización Religiosa"
El relato que traza una
línea larga desde los orígenes del islam hasta las manifestaciones políticas
contemporáneas ofrece, pese a sus limitaciones, una lectura útil para quienes
buscan comprender cómo elementos religiosos, militares y políticos pueden
articularse y perdurar a través de los siglos. Sostener que la religión, en
tanto institución y tradición interpretada por actores concretos, puede
funcionar como vehículo de poder político no es una tesis extravagante: la
historia global abunda en ejemplos donde convicciones religiosas se integraron
a proyectos estatales y militares. Desde esa perspectiva, el texto cumple una
función legítima: alerta sobre la posibilidad de instrumentalización religiosa
y sobre las continuidades ideológicas que pueden trascender épocas.
En
primer lugar, el relato enfatiza la conversión del movimiento protoislámico en
una estructura política tras la hégira y la consolidación en Medina. Desde un
punto de vista histórico y sociológico, resulta razonable señalar que cuando
una comunidad religiosa adquiere control territorial y capacidad coercitiva,
sus normas religiosas pasan a desempeñar también funciones administrativas,
fiscales y militares. El ejemplo de la jizya como tributo o la existencia de
regímenes diferenciados para comunidades no musulmanas ilustran cómo normas
religiosas pueden adaptarse a la gobernanza y al mantenimiento del orden
político. Señalar esto no equivale a afirmar que la religión “es” violencia en
sí misma, sino que la lógica institucional puede producir desigualdades cuando
se combina con el monopolio de la fuerza.
En
segundo lugar, el relato identifica la persistencia de símbolos, marcos
narrativos y prácticas que distintos actores han reutilizado a lo largo del tiempo
para legitimar conquistas o exclusiones. El uso instrumental de mitos
fundacionales, la construcción de una identidad que distingue “adentro” y
“afuera”, y la legitimación de la violencia como medio político son recursos
que reaparecen en múltiples tradiciones. Reconocer estos patrones permite
entender, por ejemplo, cómo movimientos contemporáneos radicales apelan a una
lectura selectiva del pasado para justificar ambiciones territoriales o de
poder. Esa conexión, la memoria histórica convertida en maquinaria legitimadora,
es una aportación interpretativa valiosa del relato.
Además,
el texto subraya factores materiales que reconfiguraron el mapa geopolítico del
siglo XX y que facilitaron la reemergencia de proyectos políticos basados en la
religión: los recursos energéticos y los cambios políticos en la región
(naciones rentistas, revoluciones, guerras coloniales y poscoloniales).
Reconocer que el hallazgo de hidrocarburos o la emergencia de regímenes
teocráticos pueden proporcionar a determinadas organizaciones recursos,
infraestructura y legitimidad para proyectarse internacionalmente es una
observación que conecta economía política con seguridad internacional. En
términos prácticos, esta lectura justifica políticas públicas que no ignoren
las dimensiones económicas y ideológicas de los conflictos contemporáneos.
“El MISMO TROPEZON CON EL ISLAM”
“Así que lo que voy a hacer ahora es
condensar 1.400 años de historia islámica en cinco minutos y hacerlo lo más
emocionante posible, porque no entendía el valor de la historia cuando era un
infante. Pero ahora, a esta edad, aprecio la historia. Ahora entiendo por qué
dicen que quienes no aprenden de la historia están condenados a repetirla.
Para que puedas entender por qué la
civilización occidental es muy diferente al mundo islámico, necesitas
comprender la historia del islam: cuando el profeta Mahoma supuestamente
recibió su revelación del ángel Gabriel, y que él debía ser el último de los
profetas.
A principios del año 600 comenzó a
predicar en su propia ciudad, La Meca. Intentó reclutar amigos y seguidores
para poder difundir su religión; lo intentó durante doce años y fracasó.
Después de esos doce años solo pudo reclutar a su familia inmediata y a algunos
amigos, así que decidió trasladarse a Medina, que era el centro judío de
Arabia, el centro de negocios donde vivían los judíos.
Si iba allí y predicaba su religión, si
lo aceptaban, eso le daría respeto y estatus entre su propia gente y ellos lo
reconocerían. Entonces el profeta Mahoma empezó a tomar prestado mucho del
Antiguo Testamento para hacer su religión más aceptable para los judíos, para
hacerla mucho más similar.
Por eso se observan muchas similitudes
entre el judaísmo y el islam. Por ejemplo: los judíos no comen cerdo; los
musulmanes no comen cerdo. Los judíos rezan varias veces al día; los musulmanes
rezan varias veces al día. Los judíos ayunan en Yom Kipur; los musulmanes
ayunan en Ramadán. Por eso empezamos a ver muchas semejanzas.
Al principio del Corán, cuando el
profeta Mahoma decía todas las cosas buenas sobre la “gente del Libro”, tomó
ese mensaje y fue a Medina tratando de reclutar a los judíos, hablando de cuán
similares eran las dos religiones. Cuando ellos se negaron a aceptarlo y a
seguirlo como el último de los profetas, fue entonces cuando se volvió contra
ellos y empezó a matarlos y a expulsarlos.
Entonces el islam pasó de ser un
movimiento espiritual durante los primeros doce años a convertirse en un
movimiento político disfrazado de religión. Después de la hégira, cuando Mahoma
fue a Medina y los judíos no lo aceptaron, se convirtió en un guerrero militar,
les declaró la guerra y comenzó a expulsarlos. Judíos y cristianos se
convirtieron en dhimmíes o ciudadanos de segunda clase. Solo se les permitía
seguir vivos; no serían asesinados únicamente si pagaban el impuesto de
protección, por lo que tenían la elección de convertirse al islam o, si querían
seguir con vida, tenían que pagar la jizya o impuesto de protección, viviendo
como dhimmíes en la nación islámica.
Los cristianos y judíos no podían tocar
la campana de la iglesia; los judíos tampoco podían tocar el shofar; no podían
rezar en público; tampoco los cristianos y los judíos podían reunirse y
construir nuevas iglesias o templos. La forma en que pagaban la jizya o el
impuesto de protección se realizaba en una ceremonia mensual en la que se
reunían en el centro; el judío se arrodillaba y entregaba sus bienes al mulá,
quien tomaba los bienes como pago por la protección, y en muchas zonas a los
judíos y cristianos se les daba collares para que los usaran como recibo de que
habían pagado su impuesto de protección.
Los cristianos y los judíos eran
tratados como ciudadanos de segunda clase.
El islam siguió creciendo. A medida que
el islam se expandía, más personas se convertían en dhimmíes. A los judíos y cristianos
se les dio ropa identificable: la estrella amarilla que muchos piensan que es
una invención alemana en el siglo XX fue, según algunas fuentes, una medida de
identificación en el siglo IX en Irak bajo el califa al-Mutawakkil. Se la hizo
llevar para identificar a los judíos al caminar por la calle; se les
consideraba impuros, y si un hombre musulmán y un judío caminaban por el mismo
lado de la calle, el judío debía cruzar al otro lado para que el musulmán no se
ensuciara con la supuesta inmundicia del judío.
A los cristianos se les impuso otro
distintivo, una cinta o cinturón, que a muchos hombres les resulta familiar hoy
en día. El islam continuó creciendo. Llegaron hasta Jerusalén y la
conquistaron. A los cristianos no se les permitía tocar las campanas de sus
iglesias en Jerusalén.
El Papa en Roma, en 1090, preguntó a los
cristianos cómo podían quedarse de brazos cruzados y permitir que sus hermanos
sufrieran; por eso se lanzaron las Cruzadas. Las Cruzadas no se lanzaron
simplemente porque los cruzados quisieran levantarse una mañana e ir a
convertir a un montón de musulmanes o decapitarlos.
Las Cruzadas se lanzaron para liberar
Jerusalén; lograron liberarla durante menos de cien años, antes de que Saladino
la recuperara y Jerusalén quedara bajo control islámico.
Hasta 1967, cuando el Estado de Israel
liberó Jerusalén, cristianos, judíos y musulmanes podían rezar bajo el mismo
cielo. Los cruzados continuaron luchando contra el islam durante 300 años y
fracasaron.
Para el año 1300 los cruzados habían
desaparecido porque no pudieron vencer al islam. El islam continuó
expandiéndose. Llegó hasta Europa Central; llegó hasta China; fue a la India;
conquistó España, cambiando el nombre de España a al-Ándalus. A medida que
conquistaban más naciones, más personas pagaban la jizya o impuesto de
protección, y así fue como creció el imperio islámico. Llegaron hasta que
fueron detenidos en las puertas de Viena el 11 de septiembre. El 11 de
septiembre, no es una fecha que Osama Bin Laden eligió al azar. El 11 de
septiembre es una fecha simbólica en el calendario islámico
Para el año 1600, el islam había
cubierto más superficie terrestre que el Imperio Romano en su apogeo. Entre
1600 y 1800, los europeos experimentaron la revolución industrial, que les
permitió inventar productos en líneas de fábrica, obtener ingresos y vender
productos; esto a su vez les dio los recursos para construir ejércitos fuertes
y luchar contra los musulmanes, lo que les permitió detenerlos en las puertas
de Viena.
El imperio islámico terminó en 1924: el
califato islámico terminó en Turquía por iniciativa de Mustafa Kemal Atatürk,
quien era secularista. Él disolvió el imperio islámico y otorgó a las mujeres
el derecho al voto, el derecho a la educación, el derecho a trabajar y a elegir
marido. Prohibió que las mujeres usaran el hiyab; prohibió que los hombres
llevaran barba. Muchos musulmanes lo odiaron y lo consideraron influido por
otras religiones; circularon rumores sobre su origen y linaje.
El Califato Islámico había existido
durante 1400 años y terminó hace menos de 100 años para cuando el Califato
Islámico terminó en 1924. Con estimaciones de varios millones de personas en
todo el mundo habían sido asesinadas por el Islam. Increíblemente y no tenían
armas de destrucción masiva ni había armas nucleares. Todas estas personas
fueron asesinadas masacradas a espada. La gente en el mundo desde hace menos de
cien años: ¿cuántas personas conocían esta historia?
Nosotros, en los países occidentales,
hemos fallado en educar a nuestros hijos sobre la historia. En la secundaria,
si preguntas a un joven de 16,17 o 18 años sobre la Segunda Guerra Mundial,
muchos ni siquiera pueden decirte qué pasó en ella. Para ellos es historia
antigua, y aún tenemos veteranos de la Segunda Guerra Mundial caminando entre
nosotros. Así de poco sabemos de historia.
El islam terminó en 1924 con el
califato. La gente pensaba que el islam o el califato nunca serían resucitados;
que el califato nunca volvería. Pero ocurrieron dos hechos en Oriente Medio en
el siglo pasado que permitieron a los islamistas resucitar la idea del
califato. La primera fue el descubrimiento de petróleo en Arabia Saudita, que,
una vez descubierto, permitió a ciertos grupos controlar recursos energéticos y
utilizar esos recursos políticamente. Y la segunda fue la llegada al poder del
ayatolá Jomeini en 1979. Eso le dio a los islamistas dinero y cobertura
espiritual para proyectarse en el escenario mundial. La gente dice que algunos
países exportaron una forma radical de religión; sin embargo, los grupos
salafistas u otros no son necesariamente una secta distinta del islam; ellos
proclaman seguir la predicación que, según su interpretación, es la auténtica
del profeta Mahoma, la forma en que él vivió y practicó su religión. Por eso,
según su punto de vista, ni tú ni yo ni ningún “infiel” podemos poner un pie en
La Meca, porque para ellos nosotros somos impuros y, como infieles, no se nos
permite entrar; ni al presidente Obama ni a nadie más.
De hecho, Al Qaeda solía usar a Arabia
Saudita y su éxito como excusa para reclutar miembros, mostrando cómo, según
ellos, Alá había bendecido a Arabia Saudita por adherirse a los principios del
islam. Hoy hablamos de ISIS. ISIS no es una invención nueva: resucitó la noción
del califato que terminó hace menos de cien años. Sin embargo, somos demasiado
ignorantes y desinformados para comprender por qué ISIS hace lo que hace y por
qué tiene éxito.
Hay dos cosas que necesitas entender
sobre el islam y los principios de la guerra en el islam. Una es la táctica de
engaño, que describe la posibilidad, según algunas interpretaciones, de
utilizar la astucia en la guerra o en la diplomacia. La segunda cosa es lo que
el texto llama el principio del tratado de paz como estrategia de guerra,
tomando como ejemplo un episodio en la vida del profeta Mahoma: el texto relata
que Mahoma atacaba a los mequíes y sus caravanas cuando vivía en Medina; en una
ocasión firmó un tratado de diez años con ellos, lo usó durante dos años para
fortalecer su ejército y, cuando creyó estar lo suficientemente fuerte, rompió
el tratado y atacó, conquistando La Meca en un corto plazo. Según el texto,
esto se convirtió en un principio de guerra en el islam.
Para ejemplificar cómo se aplican estos
principios hoy, el texto afirma que cualquier tratado firmado con Irán no
significaría nada para ellos, y pone como ejemplo a Yasser Arafat, quien,
siendo musulmán pero no islamista, se reunió con los israelíes y firmó los
Acuerdos de Oslo en 1993. Según el texto, Arafat utilizó el tratado para lograr
que Israel le devolviera territorio, financiara su ejército, entrenara su
policía y le entregara armas; ocho años después rompió el acuerdo y declaró la
segunda Intifada en el año 2000. El texto relata que Arafat se refería con “la
judería” a una táctica de engaño que, según el autor original, resultó
comprensible para el mundo musulmán pero no para Occidente ni para muchos
israelíes.
Yasser Arafat, según el documento,
utilizó el tratado de paz para ganar y engañar a su enemigo; el texto explica
que cuando la prensa jordana o egipcia preguntaba a Arafat cómo pudo firmar un
tratado con “los judíos”, la respuesta fue “recuerda la judería”, y el autor
sostiene que el mundo musulmán entendía a qué se refería.
Así que, según el documento, cuando Irán
firma un tratado de diez años con Estados Unidos, los estaría usando como
tontos útiles; como personas crédulas e ignorantes, firmamos tratados de paz
pensando que solucionamos problemas cuando, según esta visión, los firmantes persiguen
otros fines. Por eso, se concluye que es muy importante ser prudente sobre a
quién vamos a elegir como líderes en los países occidentales en los próximos
años”.
Finalmente,
desde una perspectiva pedagógica y de opinión pública, el relato funciona como
un llamado a la educación y la formación crítica. Si la afirmación central es
que el desconocimiento de la historia contribuye a repetir errores, entonces
fomentar alfabetización histórica y geopolítica se convierte en una prioridad.
Advertir de amenazas potenciales, exponer episodios de violencia del pasado y
analizar estrategias de movilización ideológica no constituyen per se actos de
hostigamiento: pueden ser elementos necesarios para diseñar respuestas de
seguridad y políticas de integración que sean informadas y realistas.
En resumen, apoyar el
relato desde un punto de vista analítico no equivale a validar afirmaciones
groseras o deshumanizadoras, sino a reconocer que existe un núcleo problemático
en su tesis: la posibilidad real de que religiones organizadas, en contextos de
poder y escasez, sean utilizadas para fines políticos y militares. Comprender
esa posibilidad ayuda a desarrollar políticas preventivas, herramientas
educativas y análisis estratégicos más sólidos
“El rating
cautivo: S&P descubre la España resiliente (aunque las cuentas sigan en el
armario)”
La valoración soberana
de un Estado por parte de las agencias de calificación constituye un elemento
de enorme influencia en los mercados financieros. España, inmersa en tensiones
judiciales y arbitrajes internacionales por incumplimientos en el pago a
inversores de energías renovables, sigue siendo objeto de escrutinio por parte
de S&P Global Ratings. Dos informes recientes, el de 14 de marzo de 2025,
que mantiene la calificación en A/A-1, y el del 12 de septiembre de 2025, que
eleva la nota a A+, ilustran tanto la coherencia metodológica como las
contradicciones estratégicas de esta agencia en su valoración del riesgo país.
Ambos informes
comparten una serie de diagnósticos:
Crecimiento económico
superior al promedio europeo: España se mantiene como una de las economías más
dinámicas de la eurozona, con proyecciones de crecimiento en torno al 2-2,6% anual,
frente al estancamiento de países como Francia o Alemania.
Persistencia del
elevado endeudamiento público: La deuda sigue en torno al 100% del PIB, con
trayectorias de reducción modestas hacia 2028, muy por debajo de las mejoras
logradas por Portugal o Grecia.
Resiliencia
externa: Ambos documentos destacan el desapalancamiento
privado y los superávits por cuenta corriente como factores clave de la
estabilidad financiera.
Debilidad
institucional: Se subraya la fragmentación política y
la incapacidad de aprobar presupuestos desde 2023, lo que limita las reformas
estructurales y deja a España en un marco de política fiscal reactiva, más que
planificada.
Mercado
laboral dinámico pero aún frágil: La dualidad persiste
pese a mejoras en la contratación indefinida; el desempleo sigue muy por encima
de la media de la OCDE.
Las divergencias entre
marzo y septiembre se centran en la interpretación del balance externo y sus
implicaciones crediticias:
·Informe de marzo (A/A-1, perspectiva
estable):
Predomina
la cautela. S&P reconoce el dinamismo de las exportaciones
y la inmigración, pero insiste en que la deuda pública es un lastre.
Advierte
de los riesgos derivados del gasto en defensa, de la
volatilidad internacional y de la fragilidad institucional.
Señala
que la consolidación fiscal es insuficiente y que España no
aprovecha plenamente su ciclo expansivo para reducir deuda.
·Informe de septiembre (A+, perspectiva
estable):
El
tono es más triunfalista: se subraya la mejora estructural
de la posición externa, con la deuda neta externa descendiendo del 150% al 130%
de los ingresos por cuenta corriente en el horizonte 2028.
La
calificación se eleva pese a que los desequilibrios fiscales permanecen
prácticamente intactos, con un déficit que apenas baja al
3,2% del PIB en 2024 y se proyecta al 2,6% en 2028, cifras muy similares a las
estimadas en marzo.
Se
enfatiza un cambio cualitativo en las exportaciones:
mayor peso de los servicios de alto valor añadido frente al turismo,
interpretado como una transformación estructural.
En suma, mientras en
marzo se pondera el riesgo fiscal y político, en septiembre se premia la
resiliencia externa, incluso sin mejoras fiscales relevantes.
La disparidad de
conclusiones en un intervalo de seis meses invita a una lectura crítica.
Sobrevaloración
del balance externo: Si bien la reducción de la deuda
externa neta es innegable, la premisa de que este proceso es irreversible
resulta optimista, sobre todo en un entorno de fragmentación parlamentaria,
tensiones arancelarias globales y litigios internacionales que pueden mermar la
balanza de pagos.
Infravaloración
del riesgo político: El reconocimiento de la parálisis
presupuestaria se mantiene en ambos informes, pero en septiembre no impide la
mejora de la nota. La contradicción es evidente: ¿cómo conciliar un
“estancamiento político” con un alza de calificación?
Déficit
de realismo fiscal: La ratio de deuda pública apenas se
mueve del 100% del PIB y la consolidación es raquítica. Otras agencias, como
Fitch, mantienen posiciones más prudentes, lo que revela que la decisión de
S&P puede estar condicionada por factores reputacionales o de mercado más
que por fundamentos fiscales.
Euforia
selectiva: El informe de septiembre interpreta el crecimiento
de los servicios no turísticos como prueba de un cambio estructural. Sin embargo,
los datos muestran que el turismo sigue siendo dominante en la balanza de
pagos. La narrativa de “diversificación” parece más aspiracional que efectiva.
Es decir la elevación
de la calificación de España en septiembre de 2025 por parte de S&P plantea
más preguntas que respuestas. En marzo, la agencia reconocía limitaciones
fiscales, riesgo político y deuda elevada. En septiembre, con indicadores
fiscales prácticamente inalterados, el énfasis cambia hacia una lectura casi
celebratoria del balance externo y de las exportaciones de servicios. Esta
volatilidad analítica mina la credibilidad de las calificaciones y puede
interpretarse como una “tomadura de pelo” para los acreedores internacionales
que litigan contra el Estado español por incumplimientos en energías
renovables.
En última instancia, el
contraste entre ambos informes muestra que las agencias no son oráculos
neutrales, sino actores con agendas y sensibilidades cambiantes, capaces de
girar el timón de su narrativa sin que los fundamentos macroeconómicos lo
justifiquen plenamente.
Este artículo analiza
la transición hacia un orden mundial multipolar y la forma en que la iniciativa
de gobernanza global de China se erige como una narrativa estratégica en dicho
proceso. Se examinan las interpretaciones sobre la propuesta de Xi
Jinping, la reacción europea, así como la posición del mundo árabe y de América
del Sur. Se sostiene que China busca crear un lenguaje político propio,
destinado a legitimar su liderazgo en el Sur Global, del mismo modo que
Occidente impuso conceptos como “democracia liberal” o, más recientemente,
discursos culturales como el “woke”. El estudio concluye que la disputa no es
meramente geopolítica, sino fundamentalmente económica y normativa: quién
define las categorías, las instituciones y los marcos de legitimidad en el
siglo XXI.
La noción de multipolaridad
ha adquirido un lugar central en el análisis de las relaciones internacionales
contemporáneas. El progresivo desgaste de la hegemonía estadounidense y la
emergencia de polos alternativos, China, Rusia, India, el mundo árabe y, en
menor medida, América del Sur, han configurado un escenario de competencia
multidireccional. En este marco, el texto “Trump multipolar” ofrece una doble
clave de lectura: por un lado, el estilo unilateral y transaccional de Donald
Trump como expresión de una multipolaridad sin normas; por otro, la iniciativa
de Xi Jinping de una “gobernanza global más justa e igualitaria”, interpretada
por diversos expertos rusos.
El presente artículo
examina este debate desde una perspectiva crítica. Se argumenta que la
gobernanza global china constituye menos un programa institucional concreto que
una narrativa política cuyo objetivo es construir legitimidad en el Sur Global,
deslegitimar el orden liberal occidental y proyectar un lenguaje propio en las
relaciones internacionales.
La
multipolaridad como fragmentación
La multipolaridad no
debe entenderse como un “orden” estable, sino como un sistema fluido de polos
de diverso tamaño que interactúan en función de intereses coyunturales. En este
contexto, el estilo político de Trump representa la versión más coherente de
esta lógica: desprecio hacia las instituciones multilaterales y preferencia por
negociaciones bilaterales en las que Estados Unidos sigue considerándose
invencible.
Sin embargo, esta
estrategia, aunque eficaz en el corto plazo, genera un vacío normativo que abre
la puerta a otros discursos de organización internacional. Es aquí donde se
inserta la iniciativa china.
La
gobernanza global de China: entre la narrativa y la estrategia
Continuidad
histórica_ Se puede sostener que la propuesta de Xi Jinping
constituye una actualización de los “Cinco principios de coexistencia pacífica”,
formulados en los años cincuenta: soberanía, no agresión, no injerencia,
beneficio mutuo y coexistencia pacífica. De este modo, China apela a la
tradición para legitimar su aspiración de liderazgo.
Construcción
de bloques en el Sur Global_ La iniciativa no es un
plan concreto de reforma institucional, sino un marco discursivo alrededor del
cual Beijing busca articular un bloque de apoyo compuesto principalmente por
países del Sur Global. Su finalidad última es la transformación gradual de las
normas internacionales en función de intereses chinos.
Aceptación
de la realidad_ Se podría interpretar la propuesta como
un “manifiesto de aceptación de la realidad”: China habría comprendido que
Occidente no reformará las instituciones heredadas del siglo XX (FMI, Banco
Mundial, OMC) y, por tanto, apuesta por la creación de estructuras paralelas y
regionales (BRICS+, OCS+).
Autoposicionamiento
global_ Por primera vez en décadas China formula un concepto
holístico de gobernanza global, elevando su discurso a la categoría de
narrativa universal. Lo decisivo aquí es el lenguaje político: Pekín evita
términos occidentales como “multilateralismo” o “globalismo” y busca imponer su
propia terminología, replicando la estrategia cultural con que Occidente
introdujo categorías como “democracia liberal” o el discurso “woke” en el
debate global.
Dimensión
de seguridad_ Se
destaca la inclusión de la seguridad global como pilar de la propuesta: rechazo
de sanciones unilaterales, oposición a la ideologización económica y apuesta
por la indivisibilidad de la seguridad. Este enfoque multidimensional refuerza
el atractivo de la narrativa china en regiones inestables.
Europa,
mundo árabe y América del Sur
La reacción europea se
caracteriza por la ambivalencia: subordinación militar a la OTAN y a EE. UU.,
pero dependencia económica de China y energética del mundo árabe. La autonomía
estratégica europea, aunque deseada, parece inalcanzable.
El mundo árabe, en
cambio, percibe en la iniciativa china una oportunidad para escapar de la
tutela occidental. Los países del Golfo explotan su poder energético en clave
de equilibrio, mientras que el Magreb y Oriente Medio valoran el principio de
no injerencia. El rechazo a sanciones unilaterales y la causa palestina
fortalecen el acercamiento a Moscú y Pekín.
América del Sur
enfrenta la multipolaridad desde una posición periférica: China es ya socio
comercial dominante en varios países, Rusia ofrece apoyo político selectivo, y
Estados Unidos mantiene su influencia financiera y seguritaria. Sin embargo, la
falta de integración regional limita la capacidad sudamericana de constituirse
en polo autónomo.
Dimensión
filosófica: el lenguaje, la hegemonía y el autoritarismo
En la tradición
filosófica clásica, Platón advertía en el Gorgias sobre la capacidad del
discurso (logos) para modelar las conciencias y legitimar el poder. En la misma
línea, Aristóteles distinguía entre el logos como instrumento de deliberación
política y el uso sofístico del lenguaje para manipular a las masas.
Aplicado al caso chino,
la iniciativa de gobernanza global puede interpretarse como un intento de
apropiarse del logos internacional, creando categorías nuevas para reordenar el
mundo según sus intereses. Al evitar conceptos de raigambre occidental como
“multilateralismo” o “globalización”, China persigue lo que los estoicos
habrían llamado hegemonikon: el centro rector que orienta no solo las acciones,
sino también las percepciones y valores.
Ahora bien, este
esfuerzo discursivo se enmarca en un sistema de naturaleza autoritario. A
diferencia del ideal clásico de la isonomía (igualdad ante la ley) o de la polis
como espacio de deliberación, el modelo chino se sustenta en un control interno
férreo sobre la sociedad, la censura de disidencias y la subordinación del
individuo al Estado. En términos de filosofía política, la trayectoria de China
recuerda más al despotismo oriental descrito por Montesquieu que a una
república aristotélica o a una politeia equilibrada.
En este sentido, la
gobernanza global propuesta por Pekín no debe confundirse con un universalismo
democrático, sino que constituye una proyección externa de su propio autoritarismo
adaptativo: flexibilidad narrativa hacia fuera, rigidez normativa hacia dentro.
Se trata de un “imperio del lenguaje” donde el poder blando se conjuga con un
proyecto de supremacía normativa.
Resumiendo:
“El logos autoritario: China y la nueva gobernanza global”
La gobernanza global
china, más que un plan de acción, constituye una estrategia discursiva. Busca
legitimar el ascenso de China, erosionar el orden liberal occidental y seducir
al Sur Global mediante un lenguaje político propio. Este esfuerzo debe
entenderse como parte de la lucha por el control de los significados: así como
Occidente introdujo conceptos como “democracia liberal” o “woke”, China
pretende construir un vocabulario internacional que naturalice su hegemonía
emergente.
El debate sobre
multipolaridad y gobernanza global no es, pues, meramente geopolítico. Se trata
de una disputa por la redistribución del poder económico y normativo mundial,
en la que cada polo compite no solo por recursos, sino también por el derecho a
definir las palabras y categorías con que se nombra y ordena la realidad
internacional.
La Unión Europea (UE)
atraviesa desde 2022 un periodo de estancamiento económico que ha abierto un
intenso debate sobre las verdaderas causas de la pérdida de dinamismo en la
eurozona. Si bien diversos factores estructurales influyen en esta
ralentización, desde la transición demográfica hasta la rigidez de los mercados
laborales, un elemento ha cobrado un protagonismo indiscutible: las sanciones
económicas contra la Federación Rusa, adoptadas como respuesta a la invasión de
Ucrania. Dichas medidas, lejos de debilitar de manera determinante a Rusia, han
provocado un “efecto bumerán” que golpea con especial dureza a los países
europeos. En este contexto surge una pregunta incómoda: ¿apoyar militar y
económicamente a Ucrania con recursos europeos significa, en realidad,
sacrificar la estabilidad y el bienestar de las sociedades del continente?
El corazón de la crisis
europea se encuentra en el precio de la energía. Tras la imposición de
sanciones a Rusia en 2022, el gas natural en Europa multiplicó su precio por
2,35 respecto al promedio del trienio anterior a la pandemia. Dado que gran
parte de la industria europea, metalurgia, siderurgia, química, depende
intensamente de esta fuente energética, el impacto fue inmediato: caída de la
competitividad, cierre de plantas, reducción del consumo y disminución de la
capacidad adquisitiva de los hogares.
A este daño directo se suman
efectos indirectos de segundo y tercer orden: la contracción del consumo
privado en bienes manufacturados y la transmisión de la recesión industrial de
países como Alemania e Italia al resto de la eurozona, altamente integrada.
Así, el “efecto bumerán” de las sanciones no es un concepto abstracto, sino un
fenómeno verificable en indicadores de crecimiento, inversión y empleo.
Paradójicamente, Rusia,
blanco de las sanciones, experimentó una recesión inicial en 2022, pero logró
recuperar niveles de crecimiento en 2023-2024 mediante la diversificación de
sus mercados hacia Asia y la sustitución de importaciones. En cambio, la UE se
adentró en un ciclo de estancamiento prolongado: cinco trimestres consecutivos
sin crecimiento en la eurozona entre 2023 y 2024.
Este contraste evidencia una
falla estratégica: Europa castigó severamente su propio tejido productivo sin
lograr un debilitamiento proporcional del adversario. La dependencia
estructural de los recursos energéticos rusos era conocida de antemano, lo que
plantea interrogantes sobre la racionalidad de la decisión política adoptada en
Bruselas y en las principales capitales europeas.
Los países europeos muestran
variaciones en la magnitud de los daños, pero todos comparten la misma
tendencia. Alemania, motor industrial de Europa, entró en recesión a finales de
2022; Italia evidenció un estancamiento prolongado; y Francia, aunque más
resiliente por su menor dependencia de combustibles fósiles, apenas logró
sostener un crecimiento marginal del 0,5 % en 2025, tras haber agotado gran
parte de sus recursos fiscales en medidas como el “escudo tarifario”.
El denominador común es
claro: la política de sanciones ha generado costos fiscales, industriales y
sociales que recaen directamente sobre los ciudadanos europeos, reduciendo su
nivel de vida y comprometiendo la sostenibilidad de las finanzas públicas.
¿A quién beneficia el
sacrificio europeo?
La cuestión crucial
trasciende los datos económicos: ¿por qué los dirigentes europeos insisten en
mantener y ampliar un esquema de sanciones que empobrece a sus propios pueblos?
La retórica oficial alude a la defensa de valores democráticos y al apoyo
solidario a Ucrania. Sin embargo, esta narrativa deja sin respuesta
interrogantes fundamentales.
En primer lugar, ¿se
justifica prolongar una política que compromete la competitividad industrial
europea frente a Estados Unidos y Asia, cuyos mercados emergen fortalecidos de
la coyuntura? En segundo lugar, ¿qué intereses ocultos, geopolíticos,
financieros o estratégicos, motivan a los responsables políticos a persistir en
un camino que la evidencia empírica demuestra contraproducente?
Cabe preguntarse, además, si
los gobiernos europeos priorizan verdaderamente la soberanía económica del
continente o si, por el contrario, aceptan un rol subordinado en una estrategia
diseñada en Washington, donde la industria estadounidense se beneficia del
encarecimiento energético en Europa y del debilitamiento de su competencia
transatlántica.
El estancamiento económico
de la Unión Europea desde 2022 no puede entenderse sin atender al efecto
devastador de las sanciones contra Rusia. Lejos de constituir un instrumento de
presión eficaz, estas medidas se han convertido en un factor central del empobrecimiento
europeo, debilitando a sus industrias, erosionando el poder adquisitivo de los
hogares y tensionando los presupuestos estatales.
Apoyar a Ucrania mediante la
prolongación de un conflicto y el sacrificio económico de millones de
ciudadanos europeos plantea un dilema ético y político de primer orden. La
verdadera pregunta que debe formularse la sociedad europea es clara: ¿Quién
gana realmente con este sacrificio y por qué los líderes políticos ocultan las
motivaciones últimas de una estrategia que mina el futuro económico de Europa?
La
paradoja del fiscal general: poder, habitus institucional y crisis de
legitimidad
La permanencia en el cargo
de un fiscal general procesado por revelación de secretos constituye un
fenómeno que, más allá de su singularidad jurídica, debe interpretarse en clave
sociológica. Este episodio no puede reducirse a la trayectoria individual de Álvaro
García Ortiz, sino que debe ser leído como síntoma de una crisis estructural de
legitimidad institucional en el Estado español.
Siguiendo a Castells,
hablamos de una “crisis de credibilidad del Estado en la esfera pública”
(Castells, 2009), donde la distancia entre discurso oficial y práctica material
erosiona la confianza ciudadana en el sistema.
El
acto judicial como ritual fallido
La apertura del Año
Judicial, presidida por el Rey en el Tribunal Supremo, constituye un ritual de
reproducción simbólica del orden institucional. Según Habermas (1973), los
rituales de legitimación refuerzan la adhesión social siempre que exista
correspondencia entre normas proclamadas y normas aplicadas.
En este caso, la disonancia
es flagrante: el fiscal general, procesado y a las puertas del juicio oral, invoca
su fe en la justicia, en la verdad y en la independencia judicial. El resultado
es un ritual fallido: el intento de legitimación se convierte en confirmación
de la crisis. Como señalaría Bourdieu (1997), el capital simbólico del acto se
invierte, generando un “efecto de desautorización” que afecta tanto a la figura
del fiscal como a la institución que representa.
El
silencio como capital político
La carrera de García Ortiz
se explica menos por méritos jurídicos que por su capacidad de gestionar
silencios estratégicos. En episodios críticos, desde la gestión política del
“chapapote” hasta la filtración de información sensible, su capital político se
ha construido sobre la negativa a contradecir al poder.
En términos bourdieusianos,
su habitus institucional no se define por la autonomía profesional, sino por la
disposición a reproducir el orden jerárquico que lo nombra y protege. El
silencio se convierte así en capital político negativo, rentable en la lógica
de redes de lealtad descrita por Castells: un recurso que permite ascender en
un campo dominado por la interdependencia entre política y justicia.
Paradoja
institucional y autorreferencialidad del sistema
La Fiscalía, como
institución, se ve atrapada en una doble paradoja:
Nombramiento político vs.
autonomía judicial: la autoridad del fiscal general depende de un mecanismo de
designación gubernamental, lo que condiciona su capacidad para proyectar
imparcialidad.
Procesamiento vs. jerarquía:
el fiscal procesado mantiene superioridad jerárquica sobre quienes deberían
intervenir en su causa, generando una contradicción sistémica.
Luhmann (1984) advertía que
los sistemas sociales operan mediante autorreferencialidad: necesitan producir
sus propias condiciones de validez. Sin embargo, aquí el sistema jurídico se
sabotea a sí mismo, al permitir que el representante máximo de la legalidad sea
simultáneamente objeto de procesamiento penal. La autorreferencia se convierte
en autonegación.
Crisis
de legitimidad en la sociedad-red
En la sociedad red
(Castells, 2001), los flujos de información multiplican el escrutinio público y
erosionan las estrategias clásicas de control institucional. La visibilidad del
caso García Ortiz no se limita a los tribunales, sino que circula en medios
digitales y redes sociales, generando una narrativa de descrédito que ningún
discurso protocolario puede revertir.
La consecuencia es una crisis
de legitimidad en sentido habermasiano: el déficit de credibilidad impide que
los ciudadanos acepten como válidas las decisiones institucionales. En términos
de confianza social, se produce un déficit de reconocimiento recíproco, en el
que la ciudadanía percibe que la justicia se ejerce como extensión de la lógica
partidista y no como servicio público imparcial.
Al
final a tientas
El caso del fiscal general
procesado no es un episodio anecdótico, sino un indicador de la desarticulación
del capital simbólico del Estado de derecho en España. La coexistencia de
legalidad formal y prácticas políticas de blindaje erosiona la legitimidad de
las instituciones judiciales y alimenta la desafección democrática.
Como ya anticipara Castells,
en un contexto de crisis sistémica “la legitimidad se desplaza de las
instituciones a las redes sociales, donde la credibilidad se redefine en tiempo
real”. La paradoja española es clara: cuanto más se intenta blindar
políticamente a la Fiscalía, más se la expone a la desconfianza social.
El desenlace personal de
García Ortiz “juicio, condena o absolución”, es secundario frente al efecto
estructural: una ciudadanía cada vez más convencida de que las instituciones no
representan autoridad imparcial, sino obediencia al poder político. En este
escenario, la verdadera pregunta no es si un fiscal procesado puede seguir en
el cargo, sino cuánto más puede resistir un Estado de derecho cuyo capital
simbólico se deshace en el teatro mismo de su legitimación.
En España, país donde los
toros embisten pero la justicia se arrastra, tenemos el dudoso honor de estrenar
al primer fiscal general procesado de la historia. Álvaro García Ortiz, hombre
de fe (en la toga propia, no en la justicia ajena), acudió al solemne acto de
apertura del Año Judicial con la dignidad del alumno que llega a clase sabiendo
que lo van a pillar copiando.
Su discurso fue una pieza
maestra del género “yo no soy yo, y mucho menos mi circunstancia”: afirmó creer
en la justicia, en la verdad y hasta en la independencia judicial, todo
mientras carga con un procesamiento por revelación de secretos. El resultado fue
un espectáculo digno del Berlanga más inspirado: un rey que no puede negarle la
mano, una sala de jueces que apenas aplaude y un fiscal que se defiende a sí
mismo con la solemnidad del que lee un salmo.
García Ortiz pretende
convencernos de que no es una “caricatura sumisa” al poder. Pero la realidad es
más cruel: la caricatura lo supera. ¿Qué mejor prueba de independencia que ser
nombrado a dedo por el Gobierno y blindado por él cuando la toga se mancha? Su
destino no se escribe en los tribunales, sino en el BOE. La Fiscalía, dice, es
“sólida y confiable”. Sólida, sí: como el cemento armado de la obediencia.
Confiable, desde luego: siempre para el presidente que lo sostiene.
La paradoja es grotesca. Un
fiscal general procesado debe entregar la memoria anual al Rey, que lo recibe
con gesto imperturbable mientras todos saben que en unos meses podría estar
sentado en el banquillo. Los jueces, por su parte, contemplan la escena como
quien asiste a un sainete: indignados, pero atrapados en el protocolo que les
impide hacer algo más que mirar hacia otro lado y ajustar la toga.
El caso recuerda a aquel
“chapapote” político que en su día manchó las costas pero, paradójicamente,
limpió la carrera de algunos silenciosos. García Ortiz aprendió entonces que el
silencio es más eficaz que la oratoria. Callar cuando conviene te sube
escalones; hablar de justicia cuando estás procesado te mantiene en el cargo.
Al final, lo que queda no es
un defensor de la legalidad, sino un “mandado del presidente”, útil por dócil y
dañino por duradero. Más que fiscal, es un notario de la decadencia
institucional: la demostración de que en este país la ley se proclama en los
discursos, pero se negocia en los pasillos.
Y mientras tanto, nosotros,
ciudadanos, seguimos confiando en que el chapapote no alcance del todo la
orilla de lo que aún llamamos Estado de derecho.